Manuscrito de las bestias

EL MANUSCRITO DE LES BESTIAS (versió catalana i castellana)

SINOPSI I CRITICA

«Si sou d'aquells que creieu només en allò que sou capaços de veure o de tocar, si menyspreeu les lleis del que és sobrenatural -i no em refereixo a vanes històries de fantasmes o d'esperits-, si no accepteu el fet que la maldat de l'home el faci prodigar-se en les seves maquinacions, aleshores no em llegiu.»

Dos germans orfes, l'Alfons i l'Esther Dondridge, ingressen a l'estricta escola de Saint Mary d'Ely (Anglaterra). La desaparició sobtada d'alguns dels alumnes portarà els germans a una successió de descobertes paoroses escrites amb la sang dels innocents, en un mortal joc de falses aparences.

«Folck no fa només una novel·la de terror, sinó també una profunda reflexió sobre la intel·ligència posada al servei de la maldat. Et trobes davant d'una de les novel·les que, en un establishment literari normal, ja hauria saltat a les llistes d'honor i hauria traspassat fronteres tant d'edat lectora com culturals.» (Andreu Sotorra, Avui)

«Enginyosa i inquietantamb un final de gran guinyol, la novel·la més ambiciosa de Folck podria ser el guió perfecte d'una pel·lícula. Una lectura absorbent plena d'homenatgesliteraris.» (CLIJ)

«Un viatge vertical al fons de les nostres pors, a allò que no entenem. Els diàlegs elèctrics i els calfreds recorren una narració en les fronteres de l'irracional. Per espantar-se de gust!» (Qué leer)

FRAGMENT

Ely, julio de 1941

En solo un año la vida puede dar un giro de 360 grados. En dos, un salto mortal sin red que la sos­tenga. Después de abandonar el Saint Mary aquella mañana de enero de 1939, sin dinero y con mucha des­esperación, pasamos un tiempo malviviendo, mendi­gando la caridad pública. Las gentes, al vernos, se asustaban: una muchacha de ojos implorantes que les tendía una mano abierta, suplicante, y un rottweiler de mirada encendida que les tendía sus colmillos afi­lados. Huían con prisa mal disimulada. Mal diablo se los lleve... Busqué trabajo. Lo habría encontrado de no haber sido porque en septiembre de aquel año resona­ron las primeras alarmas antiaéreas. Poco tiempo des­pués, nuestro país entraba en guerra. El cielo se vio invadido por ligeros Spitfires, aviones de caza y com­bate; los caminos comenzaron a verse sacudidos por carros de combate. Empezaba a morir gente. Pero la guerra nos benefició: la propaganda del momento pregonaba a través de las ondas radiofónicas que nos amásemos los unos a los otros, que la gente fortalecie­ra su unión, pedían solidaridad. La señora Georgina Swanell, viuda de un capitán muerto en la guerra del 14, hizo caso a la radio y nos abrió la puerta a los dos, una huérfana y su perro de aspecto feroz, pero de mi­rada triste. Vivía en las afueras de Ely y necesitaba compañía. La señora Swanell no dejaba de llorar. En­tre las primeras víctimas de la guerra estaba su hijo, Matthew, de dieciocho años. Tenía el telegrama enci­ma de la mesilla de noche desde hacía semanas. Noso­tros dos ocupamos la habitación del chico y dormía­mos en su cama. Él nos observaba desde los retratos. La señora Swanell tenía demasiados problemas como para preocuparse por una huérfana que dormía abra­zada a su perro, con quien compartía el rosbif, a quien leía novelas de aventuras; en lo más crudo de aquel invierno hacíamos de nuestras pieles una sola.

Le tomé afecto a la señora. Yo era —me decía— una dulce compañía. Le recordaba a Matthew. La guerra nos benefició cuando, a finales de aquel año, una bom­ba alemana que quería derrumbar la altiva catedral se desvió de su camino y estalló en la iglesia de Saint Mary. Nadie entendió que yo me apresurara a ir a la escuela tan pronto como abandonamos el refugio. Al volver allí, desperté de nuevo en una pesadilla; esa angustia fría que se había alejado de mí me abatió de nuevo... Corrí hacia la biblioteca. Ardía. Salvé los libros que pude. Al coger Guerra y paz, de Tólstoi, el libro, carbonizado, se me deshizo entre los dedos. Fue un mal presagio. El último que recogí de un total de treinta, abriéndome camino entre las llamas, fue un ejemplar de Los hijos del capitán Grant, de Verne. Lloré amargamente por los pocos libros que se habían sal­vado de la quema. Recorrí el claustro: un arco caído sobre la fuente había silenciado su surtidor. La torre norte, la hermana pequeña de Earls Barton, la torre sur y todos los ricos y bellos objetos que allí se conser­vaban desde los tiempos fundacionales eran pasto de las llamas, los viejísimos muros de la iglesia que había visitado a principios del milenio Guillermo I el Con­quistador se habían derrumbado. Y aun así sentí de repente una inmensa felicidad, como si con su des­trucción pudiese borrar aquella pesadilla, pero, a la vez, un profundo pesar. Las estatuas del Jardín del Pa­raíso, a causa de las bombas, habían sido decapitadas. El mes de septiembre del año anterior, el Saint Mary había cerrado sus puertas a los huérfanos y a las viu­das. Se decía en la ciudad que con la muerte de su de­cano, un tal Dean, la escuela ya no había vuelto a ser la misma, que con su desaparición habían muerto también aquellas teorías progresistas que tan mal ca­saban con la región. Los alumnos que tenían familia habían regresado con ella, los huérfanos habían sido trasladados a otras escuelas de la comunidad.

Regresé a casa de la señora Swanell cargada con algunos libros, recogidos en un hato hecho con el pa­ñuelo que cubría mi cabeza. Ella se encontraba ausen­te. Aquella noche, abrazados los dos, dormimos mal. La señora, por la mañana, todavía no había regresado. Ya no lo haría. Encontraron a aquel bello cisne blanco1 manchado de grana, lleno de metralla.

Vivimos allí dos semanas, hasta que un pariente le­jano de la viuda acudió a su casa al no tener noticias de ella. Nos creyó vagabundos. No se atuvo a razones. La señora Swanell nunca le había hablado a nadie de nosotros. Quedaban todavía dos años para que acaba­se la guerra cuando tuve que volver a mi habitación, a los pabellones abandonados de la escuela, que aún quedaban en pie al final del jardín de los santos deca­pitados.

Desde mi antigua celda, en la pequeña casa de la­drillo rojo y ventanas tapiadas que nos acoge, me dis­pongo a escribir en los cuadernos escolares del malo­grado Matthew Swanell los acontecimientos que tuvieron lugar en la escuela de Saint Mary de Ely en los últimos meses del año 38 y principios del 39.

Cuando escribo estas palabras, martillean mi cabe­za los recuerdos, las pequeñas alegrías, las adversida­des y rememoro con asombrosa claridad cada detalle, cada piedra, cada sombra que rodeaba los jardines de la escuela. Mi memoria retiene con intensidad y justi­cia cada palabra, cada gesto que nos acompañó en este valle de lágrimas, que, no obstante, nos dio innu­merables momentos felices antes de que, caídas las máscaras, la maldad se esparciera por todos lados y un dolor desgarrador se quedase para siempre en nuestro corazón.

Ahora ya no nos importan las alarmas antiaéreas. No tenemos nada que perder, cuando lo único que pueden arrebatarnos es tristeza y desesperación. Y al tiempo que escribo, leo en voz alta porque solo en los ojos de un perro puedo reconocer la verdad.

Mi querido Alfons...